Cualquiera que se aproxime al estudio de la arquitectura andalusí o que se detenga a contemplar alguno de los edificios de aquella época que han llegado hasta nuestros días quedará de inmediato cautivado por la belleza de esas construcciones. No conozco ningún otro arte que tenga tan gran capacidad para atraer a todo tipo de espectadores.
Y más llamativo resulta este hecho si tenemos en cuenta que el enorme efecto de belleza de esta arquitectura se obtiene muchas veces empleando materiales humildes (como el ladrillo o el tapial), pero poniendo todo el énfasis en alcanzar un ideal estético que parece basarse sobre todo en la abundancia de elementos decorativos enormemente atractivos.
Añádase a todo ello que el arte islámico no conoció nunca la preceptiva que podría imponer un determinado orden, al estilo de los edificios de época clásica. Es cierto que hay diversas constantes estilísticas y algunos elementos predominantes (pensemos en el arco de herradura o en el uso de la yesería), pero cada edificio ofrece siempre peculiaridades que lo singularizan de los demás.
La inexistencia de un canon se aprecia también en los elementos que integran la columna (basa, fuste y capitel), de modo que en este elemento constructivo disponemos igualmente de un amplio repertorio de formas. En esta ocasión vamos a centrarnos precisamente en el análisis de uno de esos elementos básicos de la columna, el capitel, aunque tengamos que comenzar señalando que también participa de esa diversidad de la que venimos hablando.
Es más, hasta comienzos del siglo X lo que predominó en la arquitectura andalusí fue el empleo de capiteles de acarreo, habitualmente de época romana y, en menor medida, visigótica.
Incluso en edificios de momentos más tardíos podremos comprobar cómo el arte islámico peninsular no hizo asco jamás a reaprovechar capiteles de épocas anteriores.